LA ANTIGÜEDAD / El mundo prerromano
Ya por entonces formaban Empuriæ dos ciudades divididas por una muralla. Una era habitada por los griegos, oriundos de Focea, como los masaliotas, la otra por los his- panos; pero la ciudad griega, abierta al mar, tenía una muralla cuyo perímetro medía en total menos de cuatrocientos pasos; la muralla de los hispanos, más alejada del mar, medía unos tres mil pasos de perímetro. Un tercer pueblo lo formaban los colo- nos romanos, que el divino César instaló allí una vez vencidos los hijos de Pompeyo. Ahora todos están unidos en un solo pueblo, después de haber sido aceptados en la ciudadanía romana primero los hispanos, y después los griegos. Uno podría preguntar- se qué era lo que los protegía, viéndoles rodeados por un lado por el mar abierto, y por otro por los hispanos, pueblo feroz y belicoso. La disciplina, que el temor a un vecino más fuerte mantiene admirablemente, era la salvaguarda de su debilidad. Tenían muy bien fortificada la parte de la muralla que daba a los campos, y en aquel lado, sólo había una puerta, junto a la cual montaba guardia permanentemente uno de los magistrados. De noche, la tercera parte de los ciudadanos estaban de vigilancia en la muralla, y no lo hacían por costumbre o porque así lo mandara la ley, sino que hacían las guardias y pasaban las rondas con tanta precaución como si el enemigo estuviera a las puertas de la ciudad, ni siquiera se atrevían a salir temerariamente de ella. Por el lado del mar, la salida era totalmente libre… No salían nunca por la puerta que daba a la ciudad de los hispanos a no ser en gran número, casi la tercera parte de los que habían estado de guardia la noche anterior en la muralla. La causa de sus salidas era la siguiente: los hispanos, desconocedores de las artes del mar, se alegra- ban de poder comerciar con ellos y querían comprar lo que aquéllos importaban en sus naves y a la vez, vender los frutos de sus campos. El interés de esta utilidad recíproca hacía que la ciudad hispana estuviera abierta para los griegos.
Tito Livio
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Suena: Phoibe
Ánfora de aceite
Siglo IV a.C.
Ampurias / Empúries
Gerona / Girona
Museo de Arqueología de Cataluña
Museu d'Arqueologia de Catalunya
Barcelona
Nietos de Grecia
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Al menos desde la primera mitad del siglo VI a.C., la colonia ampuritana mantiene intercambios con las poblaciones indígenas de su entorno, a la búsqueda de productos agropecuarios para el abastecimiento de la ciudad.
Nació así un intenso comercio que desbordaría el espacio catalán y que, abierto siempre a los centros helénicos del Mediterráneo, se proyectaría sobre las regiones peninsulares de organización política más desarrollada.
Siglo IV a.C.
Ampurias / Empúries
Gerona / Girona
Museo de Arqueología de Cataluña
Museu d'Arqueologia de Catalunya
Barcelona
Nietos de Grecia
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Al menos desde la primera mitad del siglo VI a.C., la colonia ampuritana mantiene intercambios con las poblaciones indígenas de su entorno, a la búsqueda de productos agropecuarios para el abastecimiento de la ciudad.
Nació así un intenso comercio que desbordaría el espacio catalán y que, abierto siempre a los centros helénicos del Mediterráneo, se proyectaría sobre las regiones peninsulares de organización política más desarrollada.
Ya por entonces formaban Empuriæ dos ciudades divididas por una muralla. Una era habitada por los griegos, oriundos de Focea, como los masaliotas, la otra por los his- panos; pero la ciudad griega, abierta al mar, tenía una muralla cuyo perímetro medía en total menos de cuatrocientos pasos; la muralla de los hispanos, más alejada del mar, medía unos tres mil pasos de perímetro. Un tercer pueblo lo formaban los colo- nos romanos, que el divino César instaló allí una vez vencidos los hijos de Pompeyo. Ahora todos están unidos en un solo pueblo, después de haber sido aceptados en la ciudadanía romana primero los hispanos, y después los griegos. Uno podría preguntar- se qué era lo que los protegía, viéndoles rodeados por un lado por el mar abierto, y por otro por los hispanos, pueblo feroz y belicoso. La disciplina, que el temor a un vecino más fuerte mantiene admirablemente, era la salvaguarda de su debilidad. Tenían muy bien fortificada la parte de la muralla que daba a los campos, y en aquel lado, sólo había una puerta, junto a la cual montaba guardia permanentemente uno de los magistrados. De noche, la tercera parte de los ciudadanos estaban de vigilancia en la muralla, y no lo hacían por costumbre o porque así lo mandara la ley, sino que hacían las guardias y pasaban las rondas con tanta precaución como si el enemigo estuviera a las puertas de la ciudad, ni siquiera se atrevían a salir temerariamente de ella. Por el lado del mar, la salida era totalmente libre… No salían nunca por la puerta que daba a la ciudad de los hispanos a no ser en gran número, casi la tercera parte de los que habían estado de guardia la noche anterior en la muralla. La causa de sus salidas era la siguiente: los hispanos, desconocedores de las artes del mar, se alegra- ban de poder comerciar con ellos y querían comprar lo que aquéllos importaban en sus naves y a la vez, vender los frutos de sus campos. El interés de esta utilidad recíproca hacía que la ciudad hispana estuviera abierta para los griegos.
Tito Livio
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Suena: Phoibe
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