Sábado, 6 de noviembre de 2010
RATZINGER, PADRE DE LA IGLESIA | Julián Herranz |
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Las particulares circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo y las características de la persona y la obra de Benedicto XVI lo emparentan, en la doble dimensión intelectual y pastoral, con los Padres de la Iglesia antigua, que por su rica doctrina y acción de gobierno interpretaron con especial clarividencia los signos de su tiempo
El Papa peregrina a Santiago de Compostela. Benedicto XVI manifiesta también con este viaje su sintonía espiritual con el Apóstol: «De Santiago el Mayor podemos aprender muchas cosas: la rapidez en acoger la llamada del Señor, también cuando nos pide abandonar la “barca” de nuestras seguridades humanas, el entusiasmo siguiendo a Cristo por los caminos que Él nos indica, la disponibilidad para testimoniarlo con valentía». (Discurso, 21-VI-2006)
Son rasgos apostólicos que resumen bien el ministerio pastoral de este moderno Padre de la Iglesia —me atrevo a calificarlo así— que se llama Joseph Ratzinger. Porque las particulares circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo y las características de la persona y la obra de Benedicto XVI lo emparentan, en la doble dimensión intelectual y pastoral, con los Padres de la Iglesia antigua (Basilio, Atanasio, Agustín...), que por su rica doctrina y acción de gobierno interpretaron con especial clarividencia los signos de su tiempo y contribuyeron decisivamente a salvar la fe ortodoxa, la armonía entre razón y fe y los valores de la civilización. En este sentido me gustaría comentar tres grandes desafíos pastorales en el camino del Papa Ratzinger.
El primero se refiere a la interpretación del Concilio Vaticano II y a la llamada «crisis postconciliar». Fue un periodo de dramática confusión en amplios sectores eclesiales: tendencias a «actualizar» la teología marginando la divinidad de Cristo, interpretación temporalista del mensaje evangélico de salvación con reducción socio-política de la misión de la Iglesia, replanteamiento laicista de la identidad sacerdotal con mundanización de su estilo de vida y tremenda hemorragia de defecciones, experimentalismo litúrgico frecuentemente anárquico y desacralizador, etcétera. Por reacción, otros grupos se aferraban a un tradicionalismo reductivo de la verdadera Tradición cristiana, incluso en oposición a Roma.
A esas dos posiciones contrapuestas se opuso y se opone decididamente Joseph Ratzinger, primero como Cardenal en 1985 con el famoso «Informe sobre la Fe» justamente calificado de «histórica denuncia profética», y ahora como Papa celoso tutor de la unidad de la fe y de la comunión. «Nadie puede negar —nos dijo a la Curia romana en las Navidades de 2005—, que en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil». Y citando unas palabras de san Basilio sobre el post-Concilio de Nicea, precisó: «Por una parte existe una interpretación que se podría llamar hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura (...) Por otra está la hermenéutica de la reforma, de la renovación dentro de la continuidad».
No tanto de san Basilio, el monje-obispo de Capadocia, sino más bien de san Agustín —que con su Ciudad de Dios desvinculó el destino del Cristianismo del destino político-cultural del decadente imperio romano— procedió la claridad con que Joseph Ratzinger afrontó otro gran desafío.
Fue el 18 de abril del 2005. En la homilía de la misa que precedió el Cónclave, refiriéndose al degrado cultural y moral en amplios sectores sociales, nos dijo a los cardenales: «¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas! (...) A quienes tienen una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se les aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos».
Así, mientras que Juan Pablo II se opuso especialmente a la «utopía totalitaria» de la justicia sin libertad, propia del comunismo y del nazismo, Benedicto XVI se opone a la «utopía relativista» de la libertad sin verdad, es decir, sin valores y verdades objetivas que tutelar. En el contexto socio-político esa actitud es signo de decadencia cultural y antropológica, pues «una democracia sin valores», a la que el relativismo hace «perder la propia identidad», es una democracia decadente, que puede fácilmente «degenerar en totalitarismo abierto o insidioso» (Discurso, 1-X-2005).
Pero Ratzinger, como los Padres de la Iglesia, no es hombre que se limite a señalar errores o peligros: él enseña que el Cristianismo es el encuentro con la Verdad encarnada, con Cristo, que revela al hombre no sólo el misterio de Dios sino también el misterio del hombre: la excelsa dignidad de su naturaleza y de su destino eterno.
Por eso, sin «hacer política», propone un tipo de sociedad en la que la armonía entre fe y razón sea la medida del verdadero humanismo, y donde un sano concepto de laicidad —que respete la dignidad de la persona y sus derechos inalienables, entre ellos la libertad religiosa de culto y de conciencia— permita superar el fundamentalismo laicista, hostil a la relevancia familiar, cultural y social del Cristianismo y, en general, de la religión.
Del fundamentalismo laicista al fundamentalismo islámico, tercer desafío con el que Benedicto XVI se ha enfrentado de modo dialógico y constructivo en el famoso discurso en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre de 2006, en su posterior viaje a Turquía y, últimamente, en el Sínodo de Obispos sobre el Oriente Medio.
Su repetida afirmación de que «no actuar según razón es contrario a la naturaleza de Dios» y que «toda religión ha de respetar la dignidad del hombre» ayuda a comprender que el acto de fe ha de ser un acto razonable y libre, nunca impuesto por la violencia: ni por la violencia física del terrorismo ni por la violencia de leyes civiles que no respeten la libertad de culto y de conciencia. En el fondo, se trata del encuentro «entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión», y de entablar un diálogo entre cristianos y musulmanes que se realice desde el mutuo respeto de la dignidad personal, que ayude a promover valores comunes como la paz y la vida humana y a «oponerse a la dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad». Interceda el Apóstol Santiago.
Ratzinger, Padre de la Iglesia / Julián Herranz, cardenal de la Curia Romana / Tercera de ABC / Viernes, 5 de noviembre de 2010
Catedral de Santiago / Plaza del Obradoiro / Santiago de Compostela / La Coruña / A CoruñaEl Papa peregrina a Santiago de Compostela. Benedicto XVI manifiesta también con este viaje su sintonía espiritual con el Apóstol: «De Santiago el Mayor podemos aprender muchas cosas: la rapidez en acoger la llamada del Señor, también cuando nos pide abandonar la “barca” de nuestras seguridades humanas, el entusiasmo siguiendo a Cristo por los caminos que Él nos indica, la disponibilidad para testimoniarlo con valentía». (Discurso, 21-VI-2006)
Son rasgos apostólicos que resumen bien el ministerio pastoral de este moderno Padre de la Iglesia —me atrevo a calificarlo así— que se llama Joseph Ratzinger. Porque las particulares circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo y las características de la persona y la obra de Benedicto XVI lo emparentan, en la doble dimensión intelectual y pastoral, con los Padres de la Iglesia antigua (Basilio, Atanasio, Agustín...), que por su rica doctrina y acción de gobierno interpretaron con especial clarividencia los signos de su tiempo y contribuyeron decisivamente a salvar la fe ortodoxa, la armonía entre razón y fe y los valores de la civilización. En este sentido me gustaría comentar tres grandes desafíos pastorales en el camino del Papa Ratzinger.
El primero se refiere a la interpretación del Concilio Vaticano II y a la llamada «crisis postconciliar». Fue un periodo de dramática confusión en amplios sectores eclesiales: tendencias a «actualizar» la teología marginando la divinidad de Cristo, interpretación temporalista del mensaje evangélico de salvación con reducción socio-política de la misión de la Iglesia, replanteamiento laicista de la identidad sacerdotal con mundanización de su estilo de vida y tremenda hemorragia de defecciones, experimentalismo litúrgico frecuentemente anárquico y desacralizador, etcétera. Por reacción, otros grupos se aferraban a un tradicionalismo reductivo de la verdadera Tradición cristiana, incluso en oposición a Roma.
A esas dos posiciones contrapuestas se opuso y se opone decididamente Joseph Ratzinger, primero como Cardenal en 1985 con el famoso «Informe sobre la Fe» justamente calificado de «histórica denuncia profética», y ahora como Papa celoso tutor de la unidad de la fe y de la comunión. «Nadie puede negar —nos dijo a la Curia romana en las Navidades de 2005—, que en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil». Y citando unas palabras de san Basilio sobre el post-Concilio de Nicea, precisó: «Por una parte existe una interpretación que se podría llamar hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura (...) Por otra está la hermenéutica de la reforma, de la renovación dentro de la continuidad».
No tanto de san Basilio, el monje-obispo de Capadocia, sino más bien de san Agustín —que con su Ciudad de Dios desvinculó el destino del Cristianismo del destino político-cultural del decadente imperio romano— procedió la claridad con que Joseph Ratzinger afrontó otro gran desafío.
Fue el 18 de abril del 2005. En la homilía de la misa que precedió el Cónclave, refiriéndose al degrado cultural y moral en amplios sectores sociales, nos dijo a los cardenales: «¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas! (...) A quienes tienen una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se les aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos».
Así, mientras que Juan Pablo II se opuso especialmente a la «utopía totalitaria» de la justicia sin libertad, propia del comunismo y del nazismo, Benedicto XVI se opone a la «utopía relativista» de la libertad sin verdad, es decir, sin valores y verdades objetivas que tutelar. En el contexto socio-político esa actitud es signo de decadencia cultural y antropológica, pues «una democracia sin valores», a la que el relativismo hace «perder la propia identidad», es una democracia decadente, que puede fácilmente «degenerar en totalitarismo abierto o insidioso» (Discurso, 1-X-2005).
Pero Ratzinger, como los Padres de la Iglesia, no es hombre que se limite a señalar errores o peligros: él enseña que el Cristianismo es el encuentro con la Verdad encarnada, con Cristo, que revela al hombre no sólo el misterio de Dios sino también el misterio del hombre: la excelsa dignidad de su naturaleza y de su destino eterno.
Por eso, sin «hacer política», propone un tipo de sociedad en la que la armonía entre fe y razón sea la medida del verdadero humanismo, y donde un sano concepto de laicidad —que respete la dignidad de la persona y sus derechos inalienables, entre ellos la libertad religiosa de culto y de conciencia— permita superar el fundamentalismo laicista, hostil a la relevancia familiar, cultural y social del Cristianismo y, en general, de la religión.
Del fundamentalismo laicista al fundamentalismo islámico, tercer desafío con el que Benedicto XVI se ha enfrentado de modo dialógico y constructivo en el famoso discurso en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre de 2006, en su posterior viaje a Turquía y, últimamente, en el Sínodo de Obispos sobre el Oriente Medio.
Su repetida afirmación de que «no actuar según razón es contrario a la naturaleza de Dios» y que «toda religión ha de respetar la dignidad del hombre» ayuda a comprender que el acto de fe ha de ser un acto razonable y libre, nunca impuesto por la violencia: ni por la violencia física del terrorismo ni por la violencia de leyes civiles que no respeten la libertad de culto y de conciencia. En el fondo, se trata del encuentro «entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión», y de entablar un diálogo entre cristianos y musulmanes que se realice desde el mutuo respeto de la dignidad personal, que ayude a promover valores comunes como la paz y la vida humana y a «oponerse a la dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad». Interceda el Apóstol Santiago.
Ratzinger, Padre de la Iglesia / Julián Herranz, cardenal de la Curia Romana / Tercera de ABC / Viernes, 5 de noviembre de 2010
LAS OREJAS DE LA FE | Ignacio Camacho |
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Donde la mayoría de los creyentes se detiene en las fronteras de una duda a partir de la cual sólo es posible un acto de voluntad, el Papa da la impresión de haber convertido la fe en una certeza.
Las facciones de Benedicto XVI retratan a un hombre de gran intensidad reflexiva, de una espiritualidad concentrada e introvertida. De un pensador más que de un activista. Ha habido Papas políticos, Papas carismáticos, Papas dubitativos, Papas hieráticos, Papas apostólicos, Papas párrocos, Papas hiperactivos, Papas diplomáticos; Benedicto XVI es el Papa dogmático, el Papa teólogo.
Si hay un rasgo que preside la compleja personalidad de Benedicto XVI por encima de su condición de hombre de Iglesia, incluso de su notable instinto político, es su vertiente de acreditado intelectual y filósofo. Desde mucho antes de su consagración como Papa, Josef Ratzinger era el teólogo más reputado de la ortodoxia católica, cuya producción pensadora merecía el reconocimiento incluso de sus adversarios doctrinales a los que hizo frente desde la Prefectura del Dogma. La encandilada admiración con que lo recibió en Francia en 2008 la muy arrogante intelectualidad gala, epítome de la moderna filosofía europea, retrata a un comprometido ideólogo capaz de sostener a enorme altura el eterno debate entre la fe y la razón incluso en el ámbito de mayor tradición laica. Profundo, complejo e ilustrado, el actual Pontífice no sólo encarna la autoridad dogmática eclesial sino la versión más refinada del pensamiento religioso contemporáneo.
Hasta tal punto ello es así que ese carácter de inteligencia reflexiva merma el carisma emocional de su liderazgo. Tras el huracán de empatía que supuso el Pontificado de Juan Pablo II, Benedicto XVI aparece ante la mayoría de los fieles como un hombre relativamente tímido, intimista, aún desacostumbrado a la escenografía de los actos multitudinarios, más cómodo en el diálogo cultural, en las interpretaciones doctrinales y en la simbología litúrgica que en las grandes representaciones corales a las que obliga el apostolado de masas. Esa cierta distancia emotiva, que va camino de convertirse en un rasgo de estilo, constituye la principal diferencia con su antecesor.
Etiquetado por sus detractores como «el rottweiler de Dios», este Papa parece más bien decantado como un estudioso moralista de rostro atribulado no sólo por los pecados del mundo —y de la propia Iglesia— sino por medio siglo sumergido en la lectura de la sabiduría compilada del Universo y de su historia. Las facciones de Ratzinger, caracterizadas por sus profundas ojeras, dibujan el retrato de un hombre de gran intensidad reflexiva, de una espiritualidad concentrada e introvertida. De un pensador más que de un activista.
La profundidad de su conocimiento filosófico, anclado en las raíces fundamentales de la teología y ramificado hacia la multitud de expresiones del sentimiento religioso en sus vertientes más plurales, convierte a Benedicto XVI en una personalidad intelectual y moral de una seguridad demoledora.
Su aplomo doctrinal es asombroso porque se basa en un conocimiento exhaustivo de las claves de la religión que lo sitúa fuera del alcance de la generalidad. Es un fundamentalista en sentido estricto, un esencialista; en las páginas de su extensa obra teológica —escritas con un estilo de refinada precisión expresiva— se aprecia una convicción tan íntegra y persuasiva que ofrece la sensación de haber descartado toda posible incertidumbre en torno al ejercicio de la creencia; el Santo Padre expone las revelaciones y fundamentos de la fe con el convencimiento esencial de quien parece haber superado mediante la razón las pruebas de contraste de la dialéctica o de la ciencia. En esa demoledora confianza, el filósofo Ratzinger se eleva sobre la normalidad de los fieles y confiere a su doctrina un liderazgo intelectual de alto vuelo que utiliza en refuerzo de su autoridad espiritual como jefe de la Iglesia. Benedicto XVI es el Papa dogmático, el Papa teólogo, el intérprete privilegiado de una de las más ricas tradiciones del pensamiento religioso de la Historia.
De ahí su arriscado combate contra el relativismo, que considera uno de los grandes males de la modernidad por su capacidad para debilitar la estructura moral del espíritu. En su reciente ensayo cristológico aborda la figura del Redentor como símbolo antirrelativista, desautorizando con tanto respeto formal como vigor academicista las interpretaciones parciales del personaje de Jesús para desnudarlo de adherencias sobrevenidas a su condición de Hijo de Dios. En ese libro denso, profundo y compacto, el teólogo se ha armado de la condición de líder moral de una comunidad de creyentes para cerrar el paso con una firmeza hermética a cualquier aproximación a Jesucristo que no contemple su origen divino. Surge así el Papa doctrinal cuyo esfuerzo no descuida el sentido estratégico; en su visión de la Iglesia moderna, B16 contempla el reforzamiento de otras religiones y credos, así como el avance de la concepción laica de la vida contemporánea, y se concentra en blindar al catolicismo con un rocoso soporte filosófico y metafísico que constituye la base de su propuesta de apertura al diálogo ecuménico. Su ofensiva contra el relativismo obedece así a una visión global de la posición del cristianismo en un mundo sometido a profundas transformaciones históricas; más allá del papel teórico del dogma en la conciencia colectiva de los católicos, el Papa pretende delimitar con él las fronteras del universo de su fe.
Benedicto sabe que se puede creer o no creer en Dios y conoce con perfección de experto y respeto de estudioso las cumbres del pensamiento agnóstico, pero su talla de intelectual le permite ofrecerse en ese eterno debate no sólo como un hombre de fe y un guía espiritual sino como un hombre de razón dispuesto a sostener en pie de igualdad sus certezas morales y filosóficas a salvo de cualquier desafío de la inteligencia.
Las orejas de la fe / Ignacio Camacho / ABC / 5 de noviembre de 2010
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A las 11:30, las 16:00, las 18:30 y las 21:30 horas de hoy, 6 de noviembre de 2010, desde Santiago de Compostela, donde será recibido por SS.AA.RR. los Príncipes de ...... Asturias (ver)
A las 10:00, las 14:00 y las 16:30 horas de mañana, 7 de noviembre de 2010, desde Barcelona, donde será recibido por SS.MM. los Reyes de España (ver)
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Las facciones de Benedicto XVI retratan a un hombre de gran intensidad reflexiva, de una espiritualidad concentrada e introvertida. De un pensador más que de un activista. Ha habido Papas políticos, Papas carismáticos, Papas dubitativos, Papas hieráticos, Papas apostólicos, Papas párrocos, Papas hiperactivos, Papas diplomáticos; Benedicto XVI es el Papa dogmático, el Papa teólogo.
Si hay un rasgo que preside la compleja personalidad de Benedicto XVI por encima de su condición de hombre de Iglesia, incluso de su notable instinto político, es su vertiente de acreditado intelectual y filósofo. Desde mucho antes de su consagración como Papa, Josef Ratzinger era el teólogo más reputado de la ortodoxia católica, cuya producción pensadora merecía el reconocimiento incluso de sus adversarios doctrinales a los que hizo frente desde la Prefectura del Dogma. La encandilada admiración con que lo recibió en Francia en 2008 la muy arrogante intelectualidad gala, epítome de la moderna filosofía europea, retrata a un comprometido ideólogo capaz de sostener a enorme altura el eterno debate entre la fe y la razón incluso en el ámbito de mayor tradición laica. Profundo, complejo e ilustrado, el actual Pontífice no sólo encarna la autoridad dogmática eclesial sino la versión más refinada del pensamiento religioso contemporáneo.
Hasta tal punto ello es así que ese carácter de inteligencia reflexiva merma el carisma emocional de su liderazgo. Tras el huracán de empatía que supuso el Pontificado de Juan Pablo II, Benedicto XVI aparece ante la mayoría de los fieles como un hombre relativamente tímido, intimista, aún desacostumbrado a la escenografía de los actos multitudinarios, más cómodo en el diálogo cultural, en las interpretaciones doctrinales y en la simbología litúrgica que en las grandes representaciones corales a las que obliga el apostolado de masas. Esa cierta distancia emotiva, que va camino de convertirse en un rasgo de estilo, constituye la principal diferencia con su antecesor.
Etiquetado por sus detractores como «el rottweiler de Dios», este Papa parece más bien decantado como un estudioso moralista de rostro atribulado no sólo por los pecados del mundo —y de la propia Iglesia— sino por medio siglo sumergido en la lectura de la sabiduría compilada del Universo y de su historia. Las facciones de Ratzinger, caracterizadas por sus profundas ojeras, dibujan el retrato de un hombre de gran intensidad reflexiva, de una espiritualidad concentrada e introvertida. De un pensador más que de un activista.
La profundidad de su conocimiento filosófico, anclado en las raíces fundamentales de la teología y ramificado hacia la multitud de expresiones del sentimiento religioso en sus vertientes más plurales, convierte a Benedicto XVI en una personalidad intelectual y moral de una seguridad demoledora.
Su aplomo doctrinal es asombroso porque se basa en un conocimiento exhaustivo de las claves de la religión que lo sitúa fuera del alcance de la generalidad. Es un fundamentalista en sentido estricto, un esencialista; en las páginas de su extensa obra teológica —escritas con un estilo de refinada precisión expresiva— se aprecia una convicción tan íntegra y persuasiva que ofrece la sensación de haber descartado toda posible incertidumbre en torno al ejercicio de la creencia; el Santo Padre expone las revelaciones y fundamentos de la fe con el convencimiento esencial de quien parece haber superado mediante la razón las pruebas de contraste de la dialéctica o de la ciencia. En esa demoledora confianza, el filósofo Ratzinger se eleva sobre la normalidad de los fieles y confiere a su doctrina un liderazgo intelectual de alto vuelo que utiliza en refuerzo de su autoridad espiritual como jefe de la Iglesia. Benedicto XVI es el Papa dogmático, el Papa teólogo, el intérprete privilegiado de una de las más ricas tradiciones del pensamiento religioso de la Historia.
Contra el relativismo |
De ahí su arriscado combate contra el relativismo, que considera uno de los grandes males de la modernidad por su capacidad para debilitar la estructura moral del espíritu. En su reciente ensayo cristológico aborda la figura del Redentor como símbolo antirrelativista, desautorizando con tanto respeto formal como vigor academicista las interpretaciones parciales del personaje de Jesús para desnudarlo de adherencias sobrevenidas a su condición de Hijo de Dios. En ese libro denso, profundo y compacto, el teólogo se ha armado de la condición de líder moral de una comunidad de creyentes para cerrar el paso con una firmeza hermética a cualquier aproximación a Jesucristo que no contemple su origen divino. Surge así el Papa doctrinal cuyo esfuerzo no descuida el sentido estratégico; en su visión de la Iglesia moderna, B16 contempla el reforzamiento de otras religiones y credos, así como el avance de la concepción laica de la vida contemporánea, y se concentra en blindar al catolicismo con un rocoso soporte filosófico y metafísico que constituye la base de su propuesta de apertura al diálogo ecuménico. Su ofensiva contra el relativismo obedece así a una visión global de la posición del cristianismo en un mundo sometido a profundas transformaciones históricas; más allá del papel teórico del dogma en la conciencia colectiva de los católicos, el Papa pretende delimitar con él las fronteras del universo de su fe.
Benedicto sabe que se puede creer o no creer en Dios y conoce con perfección de experto y respeto de estudioso las cumbres del pensamiento agnóstico, pero su talla de intelectual le permite ofrecerse en ese eterno debate no sólo como un hombre de fe y un guía espiritual sino como un hombre de razón dispuesto a sostener en pie de igualdad sus certezas morales y filosóficas a salvo de cualquier desafío de la inteligencia.
Las orejas de la fe / Ignacio Camacho / ABC / 5 de noviembre de 2010
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RTVE retransmite en directo varios especiales sobre la visita de S.S. el Papa Benedicto XVI a España, hora peninsular: .
A las 11:30, las 16:00, las 18:30 y las 21:30 horas de hoy, 6 de noviembre de 2010, desde Santiago de Compostela, donde será recibido por SS.AA.RR. los Príncipes de ...... Asturias (ver)
A las 10:00, las 14:00 y las 16:30 horas de mañana, 7 de noviembre de 2010, desde Barcelona, donde será recibido por SS.MM. los Reyes de España (ver)
HOY SUENA | Causa Nostrae Laetitiae / 2009 |
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2 comentarios :
Gracias por siempre estar!!!!
Te deseo una semana de ensueño
Cariños
..........
Frase de la semana: "Miro el presente porque es donde pasaré el resto de mi vida."
...
En lo personal creo que es importantes construirse un presente acorde a nuestros sentires no????
Igualmente, Abuela Ciber.
Que también tú tengas una muy feliz semana...
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