lunes, 31 de agosto de 2009

Introducción V

Miguel Mañara leyendo la Regla de la Santa Caridad








¡Ay, luna que reluces!

Anónimo
Siglo de Oro

La Lyra Hispana


Juan de Valdés Leal / 1681

Barroco Español / Escuela Sevillana
Óleo sobre lienzo / 196 x 225 cms.

Hospital de la Caridad

Sevilla





Miradas
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Orgulloso y estoico, Luis de Góngora quiere, en vano, contradecir a Velázquez: "Todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos". Si uno se fija bien descubrirá que el poeta, agrio y anciano, no tiene razón. En la entereza y resignación de su rostro queda retratado el sentir de todos sus desengaños. Imposible saber si al enemigo de Quevedo le convence ese niño de una callejuela sevillana que sosteniendo un libro en las rodillas impone silencio con un dedo en los labios, exhortando al lector a escuchar la plática de Miguel de Mañara. Flaco como un sauco, declamatorio en su gran silencio, siempre obsesionado con la brevedad de la vida, lo efímero de la belleza y del saber, este don Juan arrepentido quiere abrirnos los ojos al sañudo guadañazo de la musa barroca. En su gesto retumban las palabras de San Pablo: "Necio, lo que siembras, si primero no muere, no renace".

Dos siglos después, un militar carlista con un pliego de papel en la mano. Conspirador, misterioso, agresivo incluso. Lo que más sorprenden son sus ojos: son unos ojos que han visto una guerra civil y anhelan transformar el mapa de España en el plan estratégico de una batalla sin fin.

Y en la misma centuria, una campesina junto a una cuna. Rodeándola una tierra que parece hermosa: río, prado, arboledas, pajarillos piadores… Pero sus ojos están muy lejos. Una carta le habla de una tierra no hipotecada por la resignación centenaria. Es una historia que comienza en una orilla del Atlántico y halla en América su término. "Lo doloroso –parece pensar- no es morir acá o allá". Su melancolía recuerda los versos de Rosalía de Castro:

Adiós, ríos; adiós fuentes;
adiós regatos pequeños;
adiós visión de mis ojos:
no sé cuándo nos veremos.

[…]

¡Adiós también, queridiña!

Adiós por siempre quizás…

Toda obra de arte nos mira con una pregunta o declaración. Con la mano derecha extendida hacia el frente y avanzando por un espacio de sombras como en un terreno desconocido, el ministro de Hacienda de Cabarrús se pregunta si es cierto aquello de que el imperio fundado sobre la razón reina tan sólo algún tiempo, y ese tiempo es dulce y voluntario, mientras que el de la fuerza reina siempre, y es un tiempo de silencio, recio, oscuro, como el que parece vivir esa monja de mirada intensa, que empuña un crucifijo igual que si fuera una arma, o sugiere cualquier estatua ecuestre del general Franco. Si uno se vuelve hacia Jovellanos, sentado al lado de su mesa, entre una multitud de legajos, tal vez halle en su expresión la respuesta a esa pregunta. Es el año 1798. Sus pies se tambalean en el trapecio de la corte. Pronto le asediarán los guardias de Godoy y la Inquisición caerá sobre sus amigos…



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