Introducción III
Anfiteatro Romano de Itálica
Infografía
Arquitectura civil adrianea / 117-138 d.C.
Óvalo perimetral: 153 x 132 m. / Arena: 70,6 x 47,3 m.
Itálica / Sevilla
Que hablen las piedras
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Para evocar lo que fue, para leer como es debido la Historia, para asomarnos a lo que se hizo en un tiempo remoto, es necesario ver. Y nada más adecuado a este fin que las obras de arte, porque los medios del arquitecto, del pintor, del escultor, son visuales. Cuando observamos La rendición de Breda, más allá de la serena y severa confrontación cortés del vencedor y el derrotado, vislumbramos un chispear de aceros y mosquetes que calcina las tierras de Europa bajo la mirada obstinada de reyes y validos. Cuando nos fijamos en La promulgación de la Constitución de 1812, oímos un estruendo de tambores y cañonazos, las pisadas de los conspiradores realistas, la discusión en torno a la soberanía nacional, los argumentos de Argüelles: "Formamos una sola nación y no una agregación de naciones".
Hablo de ventanas abiertas al pasado. De una máquina del tiempo que accionamos con la mirada. Aquí –un retrato- seguimos a Garcilaso de la Vega por las calles del Nápoles renacentista, recién llegado de los campos de batalla, hablándonos confidencial y emocionado del pretexto de sus rimas, el fantasma femenino de su corazón, o preguntándose, cansado ya de guerras, peligros y destierros:
¿De cuántos queda y quedará perdida
la casa y la mujer y la memoria
de otros la hacienda despedida?
Doblamos una esquina y estamos en Toledo, junto a los clérigos, caballeros, humanistas que asisten al Entierro del conde de Orgaz. Seguimos caminando y nos hallamos en una oscura cárcel del siglo XVIII, en una calle de la Barcelona proletaria, ante una prostituta, frente a un obrero que abre su dolorida boca a las consignas anarquistas como si Bakunin fuera el dentista que le va a extraer una muela picada, entre la multitud que corre despavorida, huyendo de la carga del ejército, o en otro infierno, en el Madrid de 1936, con una mujer que llora aviones y sostiene en sus brazos un niño anciano y moribundo.
Las imágenes de las que nos provee el arte se transforman en crónicas: pasadizos, apariciones fugaces, evocaciones y asociaciones vivísimas. "Propio de un rey es actuar rectamente y tener mala fama", concluye Marco Aurelio, que se dice a sí mismo: "Está cerca que tú te olvides de todo y también lo está que todos te olviden", y ahora estamos en el teatro de Mérida, frente a las murallas de Lugo, ante las ruinas de Itálica, estamos leyendo, por encima del hombro del emperador filósofo, los versos de un poeta del siglo XVII:
Éstos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
[…]
Aquí nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
pío, felice, triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra
que ve del sol la cuna, y la que baña
el mar también vencido gaditano.
[…]
La casa para el César fabricada,
¡ay!, yace de lagartos vil morada.
Casas, jardines, césares murieron,
y aun las piedras que de ellos se escribieron.
Rodrigo Caro
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Para evocar lo que fue, para leer como es debido la Historia, para asomarnos a lo que se hizo en un tiempo remoto, es necesario ver. Y nada más adecuado a este fin que las obras de arte, porque los medios del arquitecto, del pintor, del escultor, son visuales. Cuando observamos La rendición de Breda, más allá de la serena y severa confrontación cortés del vencedor y el derrotado, vislumbramos un chispear de aceros y mosquetes que calcina las tierras de Europa bajo la mirada obstinada de reyes y validos. Cuando nos fijamos en La promulgación de la Constitución de 1812, oímos un estruendo de tambores y cañonazos, las pisadas de los conspiradores realistas, la discusión en torno a la soberanía nacional, los argumentos de Argüelles: "Formamos una sola nación y no una agregación de naciones".
Hablo de ventanas abiertas al pasado. De una máquina del tiempo que accionamos con la mirada. Aquí –un retrato- seguimos a Garcilaso de la Vega por las calles del Nápoles renacentista, recién llegado de los campos de batalla, hablándonos confidencial y emocionado del pretexto de sus rimas, el fantasma femenino de su corazón, o preguntándose, cansado ya de guerras, peligros y destierros:
¿De cuántos queda y quedará perdida
la casa y la mujer y la memoria
de otros la hacienda despedida?
Doblamos una esquina y estamos en Toledo, junto a los clérigos, caballeros, humanistas que asisten al Entierro del conde de Orgaz. Seguimos caminando y nos hallamos en una oscura cárcel del siglo XVIII, en una calle de la Barcelona proletaria, ante una prostituta, frente a un obrero que abre su dolorida boca a las consignas anarquistas como si Bakunin fuera el dentista que le va a extraer una muela picada, entre la multitud que corre despavorida, huyendo de la carga del ejército, o en otro infierno, en el Madrid de 1936, con una mujer que llora aviones y sostiene en sus brazos un niño anciano y moribundo.
Las imágenes de las que nos provee el arte se transforman en crónicas: pasadizos, apariciones fugaces, evocaciones y asociaciones vivísimas. "Propio de un rey es actuar rectamente y tener mala fama", concluye Marco Aurelio, que se dice a sí mismo: "Está cerca que tú te olvides de todo y también lo está que todos te olviden", y ahora estamos en el teatro de Mérida, frente a las murallas de Lugo, ante las ruinas de Itálica, estamos leyendo, por encima del hombro del emperador filósofo, los versos de un poeta del siglo XVII:
Éstos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
[…]
Aquí nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
pío, felice, triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra
que ve del sol la cuna, y la que baña
el mar también vencido gaditano.
[…]
La casa para el César fabricada,
¡ay!, yace de lagartos vil morada.
Casas, jardines, césares murieron,
y aun las piedras que de ellos se escribieron.
Rodrigo Caro
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