viernes, 28 de agosto de 2009

Introducción IV

Carlos III, cazador



















Sonata para guitarra L.83

Giuseppe Domenico Scarlatti
1685-1757


Francisco de Goya
y Lucientes
/ Hacia 1787
Escuela Española
Óleo sobre lienzo / 207 x 126 cm.
Museo Nacional del Prado
Madrid




Contra la oscuridad
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Por supuesto, conforme uno avanza, reconoce a muchos artistas: Tiziano, Juan de Juni, Velázquez, El Greco, Goya, Rosales, Gaudí, Picasso, Miró, Chillida, Gargallo, Antonio López, Moneo, Calatrava, Miquel Barceló… Pero la autoría y las escuelas son aquí algo secundario. No se hallará quien por aquí pase, pues, ante una historia del arte. Nada se podrá encontrar más adelante que se le parezca a un análisis de es- tilos, influencias, corrientes. Simplemente se trata de un conjunto de obras ante las que posar nuestra mirada con ojos de cronista, queriendo evocar el discurrir de la historia de España, interrogar el eco de sus pasos desde el arte. Por eso lo que flota en este espacio es la multitud de preguntas y respuestas tácitas que surgen de las imágenes seleccionadas. Los pinceles y las gubias conservaron los hábitos y los gestos terrenales, copiaron la vida toda, dejando en suspenso la sorda lucha del corazón con la ceniza, y abandonando a damas, emperadores, infantas, capitanes, banqueros, pícaros, bufones, filósofos, misioneros y mendigos a nuestras preguntas.

Un día el perverso Antonio Pérez le dijo a Felipe II que los príncipes debían temer a los historiadores tanto como las feas mujeres a los pintores. Carlos III con pinta de idiota, acompañado de un perro y cargado con una carabina, parece preguntarse si no es al revés, si en realidad, más que de los cronistas justicieros, que retienen una imagen chata y pobre de la vida o la cargan y abruman con la dignidad que no posee, de quien de verdad deben protegerse los príncipes y monarcas es de los pintores.


Impresionante y severo, quieto en la edad en que la vida, para cualquier hombre de su época, es ya una derrota aceptada, Felipe II parece esperar un futuro que, en parte, representamos nosotros, ahora, cuando interrogamos su relato. Aunque el monarca del mayor imperio de la cristiandad encarna el control absoluto del poder, sabe que estará agotado cuando deje de posar y que su cansancio se parecerá a un teatro vacío. Si nos acercamos para verle en detalle, escuchamos: "¡En qué cosas soy privilegiado! y ¡en cuántas esclavo!". En dos momentos de su biografía, Felipe IV, joven y presuntuo- so, abatido y cansado, no deja de insistir en la pregunta que simultáneamente es una respuesta: "si la existencia humana se compone de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito, constantemente próximas y divergentes, lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser, y lo que fue".


Si nos olvidamos de la crítica especialista, el arte nos invita a remontar el tiempo y penetrar la oscuridad del pasado para intuir lo que vivieron y pensaron sus lejanos inquilinos…



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