Jueves, 3 de marzo de 2011
Vista del Hospital de las Cinco Llagas en 1688 | Pier María Baldi / Viaje de Cosme III de Medici por España y Portugal Biblioteca Laurenciana / Florencia
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El pasado lunes, como vimos, celebrábamos el Día de Andalucía, fecha emblemática donde las haya por estos lares que, no por casualidad, coincidió con el aniversario -el 19º- de la reapertura del antiguo Hospital de las Cinco Llagas, que acoge en su seno, desde 1992, una vez concluida la primera fase de su rehabilitación, la sede del Parlamento regional. Aprovechando tal efeméride y que se trata de una de las arquitecturas más bellas e importantes del Renacimiento hispalense -y también del andaluz y el español, me atrevería a decir, al menos desde el punto de vista tipológico-, una que, a pesar de todo y según mis impresiones, es bastante desconocida..., os invito dar un paseo por su piel y sus entrañas, así como por la apasionante historia que encierran sus viejos y formidables muros.
La fundación de la institución benéfica que con el tiempo llegaría a construir este magno edificio se debe a doña Catalina de Ribera, una noble dama sevillana, hija del IV Adelantado Mayor de Andalucía, Per Afán de Ribera, I Conde de los Molares, y María Hurtado de Mendoza, hija a su vez Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana; fundación que, al no estar sometida a jurisdicción civil ni eclesiástica alguna, sino únicamente a la autoridad de la Santa Sede, cobró vida después de expedirse en Roma la correspondiente bula, fechada el 13 de mayo de 1500, con la autorización del papa valenciano Alejandro VI, segundo Borgia en ocupar la silla de Pedro.
El "hospital de pobres", según lo definía el documento pontificio, es decir, el prístino, que en un primer momento quedaría instalado en unos viejos inmuebles de la calle Santiago de la capital bética, propiedad de su fundadora -por otro lado y asimismo, según aquel, única persona autorizada a perpetuidad para gobernar y administrar el centro-, estaría destinado sin embargo, en principio y exclusivamente, a la asistencia de mujeres necesitadas que padecieran males curables y "que no tuvieran matiz contagioso".
Fuente Monumento a doña Catalina de Ribera / Juan Talavera Heredia / Manuel de la Cuesta y Ramos / Francisco Maireles / 1921 / Paseo de Catalina de Ribera / Sevilla
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Sería su hijo, el I Marqués de Tarifa, Señor de Alcalá de los Gazules, V Conde de Los Molares, VI Adelantado de Andalucía y, por concesión de Don Fernando el Católico, Alcalde Mayor de Sevilla, don Fadrique Enríquez de Ribera, quien, al hacerse cargo de continuar con la filantrópica y ambiciosa labor emprendida por su madre a su fallecimiento y comprobar que después de la ampliar notablemente las instalaciones primitivas éstas continuaban siendo insuficientes, diese una nueva dimensión a la joven institución, poniendo en marcha la construcción de un nuevo y más amplio edificio que satisficiera las crecientes necesidades espaciales, higiénicas y sanitarias que una empresa de aquella naturaleza demandaba; una obra que, por su envergadura, estaba llamada a convertirse, después del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en la más importante del Renacimiento nacional y, durante casi dos centurias, el hospital más grande y uno de los mejor dotados de Europa.
No debe extrañar que fuera esta noble e influyente familia sevillana fuertemente vinculada a la Corona de Castilla, la Casa de Alcalá -resultante de la fusión de la Casa de Ribera y una rama de la Casa Enríquez, y posteriormente integrada en la Casa de Medinaceli-, tan ligada al Adelantamiento y la Notaría Mayor de Andalucía, y, a nivel estrictamente hispalense, al Monasterio de Santa María de las Cuevas, el Palacio de las Dueñas o la Casa de Pilatos, la que impulsase tan loable iniciativa; que, concretamente, fuera don Fadrique Enríquez de Ribera, uno de los personaje más fascinantes de la Sevilla renacentista, quien se pusiera al frente de la misma. No en vano, la rica biografía que avala a este hombre, en consonancia con su época, de dual trayectoria, a este caballero y humanista amadrinado por la mismísima reina Doña Isabel I la Católica, está plagada desde su bautismo de nombres, lugares y de gestas.
Monasterio de Santa María de las Cuevas / Panteón de la familia Enríquez de Ribera / Sevilla
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Gracias a la Reina, precisamente, y de la mano de su preceptor, el humanista oriundo del Milanesado, Pedro Mártir de Anglería -no por casualidad, la primera persona que le habló del Renacimiento italiano-, recibió la exquisita y sólida formación clásica que despertó en su alma de caballero el interés por conocer y entender el reciente pasado medieval que de algún modo aún se hacía presente en su tiempo, y, en general, por la cultura occidental en su conjunto, desde la Antigüedad hasta sus días. Esta fascinación por el conocimiento, como es obvio, lo llevó a convertirse en un apasionado amante de los libros, entusiasmo del que da fe el hecho de que en la magnífica biblioteca que logró reunir a lo largo de su vida pudieran encontrarse, junto al Elogio de la locura de Erasmo de Róterdam, el Decamerón de Bocaccio, los sonetos de Petrarca o la Divina Comedia de Dante, los escritos de Julio César, Marco Aurelio, Séneca o Flavio Josefo, obras que no sólo leyó, sino que estudió con auténtico entusiasmo.
En aquel hervidero cosmopolita que era la Sevilla de su tiempo, alimentado tanto por una atmósfera espiritual mesiánica, como por una febril vocación bibliófila; por el espíritu del hombre de su tiempo, que buscaba armonizar las armas y las letras, la religión y la cultura, la esencia católica y la vocación clásica, su fe, su inquietud intelectual y su necesidad encontrar la verdad contenida en los Evangelios -que había analizado y contrastado con la obra del anteriormente mencionado historiador judeo-romano, clave a la hora de encontrar una base histórica a los escritos de San Mateo, San Marcos, San Lucas, San Juan-, lo llevaron a embarcarse en numerosas aventuras de muy diversa naturaleza y, en ocasiones, no exentas de riesgo para su propia vida; a transitar, desde los países de España, a los paisajes de Tierra Santa:
Participó, junto a su padre, en el combate de las escaramuzas moriscas de la Axarquía y, posteriormente, en las campañas de conquista del Reino nazarí del Granada, en cuya capital entró triunfalmente a la edad de 16 años, acompañando a los Reyes Católicos.
Peregrinó a Jerusalén como si de una suerte pacífico caballero cruzado se tratara, además de por las razones de índole religioso-intelectuales que ya se han expuesto, por su espíritu aventurero y en agradecimiento por la toma del último reducto musulmán de la Península y por la unificación religiosa del Reino, así como en cumplimiento de la Regla de la Orden de Santiago, de la que era comendador. Precisamente, una de las consecuencias que tuvo su periplo por Tierra Santa fue que, a su regreso a Sevilla, instauró el rezo de las siete estaciones de cuaresma, que, reconocido en 1527 por bula del papa Clemente VII, se considera el germen de la Semana Santa hispalense.
Con el propósito de conocer de primera mano el Renacimiento italiano, viajó por toda la península vecina, durante cuya estancia se relacionó con los personajes más notables del Cinquecento, adquirió numerosas obras de arte y quedó seducido por el buen gobierno de Venecia, -que le pareció la encarnación cristianizada de aquel ideal planteado por los clásicos-, por la libertad de Génova, con la belleza de Florencia -donde fue huésped de los Medici- y, como no podía ser de otro modo, por Roma, un hervidero de genios y rumores -se fraguaba en esos días la excomunión de Lutero-, en cuya corte artística fue introducido por el propio papa León X.
A su vuelta a Sevilla, superado el ecuador de su vida, afirmada su fe por peregrinaje a Jerusalén y reforzada su cultura humanista gracias a la experiencia italiana, don Fadrique, que encarna ya en plenitud el arquetipo aristocrático moderno, está listo para afrontar la última etapa de su vida, aquella en que se convierte en vehículo introductor de las formas artísticas del Renacimiento en la ciudad de la carrera de Indias y propagador entre la nobleza local de la fiebre por las construcciones clásicas -especialmente las de carácter palaciego- y el coleccionismo, tanto de piezas antiguas -griegas y romanas- como de obras recién salidas de los talleres itálicos.
Sepulcros de Catalina de Ribera y Pedro Enríquez de Quiñones / Renacimiento / Génova 1525 / Monasterio de Santa María de las Cuevas - Capítulo de monjes / La Cartuja / Sevilla
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Él mismo, deslumbrado por la Cartuja de Pavía, que había contemplado en el transcurso de su viaje de ida a Tierra Santa, de regreso y a su paso por Génova, con el fin de rendir culto a sus progenitores, encargó al taller de los Gazini los magníficos sepulcros parietales del Monasterio de Santa María de las Cuevas en que los restos mortales de aquellos habrían de reposar eternamente.
También hizo construir el magnífico Palacio de los Adelantados, o de los Quattuor Elementa, rebautizado en 1540 como Casa de Pilatos por el canónigo Saavedra, justamente el lugar elegido por el peregrino jerosolimitano para vivir en paz sus postrimerías.
Casa de Pilatos / Renacimiento / Siglos XV al XVI / Plaza de Pilatos / Sevilla
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Es precisamente en este tiempo en el que los cronistas loan a la cosmopolita Sevilla como la "Nueva Roma" del Imperio español, donde confluyen comerciantes y pícaros, cosmógrafos e impresores, artistas y literatos, para deslumbrarse con el reflejo de los metales preciosos llegados de Indias, en el que Don Fadrique Enríquez, a quien los Reyes Católicos y el César Carlos concedieron nada menos que el tratamiento familiar de "nuestro tío e primo" decide levantar el Hospital de las Cinco Llagas, que el vulgo conocerá como de la Sangre, en alusión a la visita que el viajero humanista sevillano realizara a las instalaciones sanjuanistas en Rodas... De este modo, y de la mano de una nueva bula, concedida el 26 de octubre de 1524 por el papa Clemente VII, se pone en marcha el traslado físico de la institución que fundara su madre...
Hospital de las Cinco Llagas desde los Jardínes del Parlamento / Siglo XVI / Sevilla
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